Ici chapitre clef du livre de Sábato, et le plus difficile à traduire. Beaucoup d'approximations sans doute. Il faut entrer dans les raisonnements spécieux de Castel, suivre sa longue pensée brinquebalante enroulée autour de rien. Tout est dit, pourtant tout échappe – à Castel autant qu'au lecteur. Le tunnel de solitude n'a plus de fin, et l'incommunicabilité avec María semble le paroxysme d'une psychopathie plutôt que d'une jalousie dévorante. Castel perd pied, l'amour véritable est un leurre.
Durante más de un mes nos vimos casi todos los días. No quiero rememorar en detalle todo lo que sucedió en ese tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas cosas tristes para que desee rehacerlas en el recuerdo. María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos, con pequeñas variaciones, se había reproducido dos o tres veces y yo vivía obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor de los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me aparecía como una garantía de verdadero amor. Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades mías, una de esas ingenuidades que seguramente hacían sonreír a María a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el amor físico me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María: de pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ¿dónde?, ¿cómo?, ¿quiénes?, ¿cuándo? En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María representaba la más sutil y atroz de las comedias y de que yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engaña con cuentos fáciles para que coma o duerma. A veces me acometía un frenético pudor, corría a vestirme y luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros días, en cambio, mi reacción era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le agarraba los brazos como con tenazas, se los retorcía y le clavaba la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor, de verdadero amor. Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con eso del «amor verdadero», y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueños. Sé que, de pronto, lograbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para saber que estabamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo. Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unimos sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al final había llegado a un completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro amor sino hasta pernicioso. Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces poder ella arguir que el vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios. Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el haberme entregado a ella completamente indefenso, como una criatura. —Si alguna vez sospecho que me has engañado —le decía con rabia— te mataré como a un perro. Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso, algún fugaz destello de ironía. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como un niño, o tristemente, con resignación, mientras comenzaba a vestirse en silencio. Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsuelo pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella calificación. Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por la plaza Francia como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama. |
Pendant plus d’un mois, nous nous vîmes presque tous les jours. Je ne veux pas me rappeler en détail de tout ce qui s’est passé durant cette période, à la fois merveilleuse et horrible. Il y eut trop de choses tristes pour que je souhaite les revivre en souvenir. María commença à venir à l’atelier. La scène des allumettes, avec de petites variations, s’était reproduite deux ou trois fois, et je vivais obsédé par l’idée que son amour était, dans le meilleur des cas, un amour de mère ou de soeur. De sorte que l’union physique m’apparaissait comme une garantie d’amour véritable. Je dirais maintenant que cette idée fut l’une de mes idées les plus naïve, une de celles qui faisaient sûrement faire sourire Maria derrière mon dos. Loin de me tranquiliser, l’amour physique me perturba davantage, apporta de nouveaux et torturants doutes, de douloureuses scènes d’incompréhension, de cruelles expérimentations avec María. Les heures que nous passâmes dans l’atelier furent des heures que je n’oublierai jamais. Mes sentiments, durant toute cette période, oscillèrent entre l’amour le plus pur et la haine la plus débridée, devant les contradictions et les attitudes inexplicables de María : soudain j’étais envahi par le doute que tout était faux. Par moment, elle ressemblait à une adolescente pudique, puis je me rendais compte qu’elle était une femme comme les autres, alors un large cortège de doutes défilait dans mon esprit : où ? comment ? qui ? quand ? En de telles occasions, je ne pouvais éviter l’idée que María jouait la plus subtile et atroce des comédies, et que j’étais, moi, entre ses mains, comme un gosse naïf que l’on dupe par des histoires, afin qu’il mange ou qu’il dorme. Parfois, une pudeur effrénée m’envahissait, je courais m’habiller puis me précipitais dans la rue, pour prendre l’air et ruminer mes doutes et appréhensions. D’autres jours, en revanche, ma réaction était positive et brutale : je me jetais sur elle, l’attrapais par les bras comme avec une pince, les lui tordais et plantais mon regard dans le sien, essayant de lui extorquer des garanties d’amour, d’amour veritable. Mais rien de tout cela n’est exactement ce que je veux dire. Je dois confesser que je ne sais pas moi-même ce que je veux dire par « amour véritable », et, ce qui est curieux, c’est que même si j’ai employé cette expression de nombreuses fois durant les interrogatoires, jamais jusqu’à aujourd’hui je n’avais analysé sa signification en profondeur. Que voulais-je dire ? Un amour qui incluerait la passion physique ? Peut-être que je la cherchais dans mon désespoir de communiquer plus fermement avec María. J’avais la certitude que, en certaines occasions, nous parvenions à communiquer, mais de manière si subtile, si passagère, si ténue, qu’ensuite je demeurais encore plus désespérément seul qu’avant, avec cette vague insatisfaction qu’on expérimente à trop vouloir reconstruire de vrais amours depuis un songe. Je sais que, tout d’un coup, nous avons eu quelques moments de communion. Et le fait d’être ensemble atténuait la mélancolie qui les accompagnait toujours, sûrement causées par l’incommunicabilité essentielle de ces beautés fugaces. Il suffisait que nous nous regardions pour savoir que nous pensions ou, pour mieux dire, sentions la même chose. Bien sûr que nous payâmes cruellement ces instants, parce que tout ce qui leur succédait ensuite paraissait grossier ou pataud. Quoi que nous faisions (parler, prendre un café) était douloureux, car cela montrait à quel point étaient éphémères ces instants en commun. Et, ce qui était bien pire, ils provoquaient de nouveaux éloignements parce que, au désespoir de consolider cette fusion d’une manière ou d’une autre, je la forçais à nous rejoindre, ne parvenant qu’à confirmer l'impossibilité de la prolonger ou de la consolider par un acte matériel. Mais elle, elle agravait les choses, parce que, peut-être dans son désir de m’enlever cette idée de la tête, elle semblait y prendre un véritable et presque incroyable plaisir ; et donc venaient les scènes où je m’habillais rapidement et fuyais dans la rue, ou celles où je lui attrapais brutalement le bras pour la forcer à confesser la véracité de ses sentiments et sensations. Et tout était si atroce que, quand elle sentait que nous nous approchions de l’amour physique, elle tentait de se dérober. Finalement, elle en était arrivé à un scepticisme total et essayait de me faire comprendre que non seulement c’était inutile pour notre amour, sinon même pernicieux. Avec cette attitude, elle ne réussissait qu’à faire grandir mes doutes sur la nature de son amour, puisque je me demandais si elle n’était pas en train de jouer la comédie, pour ensuite pouvoir soutenir que la relation physique était pernicieuse et qu’il faudrait donc l’éviter dans le futur ; alors que la vérité était qu’elle détestait cela depuis le début et que, par conséquent, elle feignait son plaisir. Naturellement, survenaient d’autres disputes et il était inutile qu’elle essaye de me convaincre : elle réussissait seulement à me rendre fou avec des doutes nouveaux et toujours plus subtils, pour qu’ainsi recommencent de nouveaux et toujours plus compliqués interrogatoires. Ce qui m’indignait le plus, face à cet hypothétique mensonge, était de m’être confié entièrement à elle, sans défense, comme un nourrisson. – Si un jour je soupçonne que tu m’as trompé, lui disais-je rageusement, je te tuerais comme un chien. Je lui tordais les bras et la regardais fixement dans les yeux, pour essayer d’en tirer un indice, un éclat suspect, une lueur d’ironie. Mais en ces occasions elle me regardait avec effroi comme un enfant, ou tristement, avec résignation, pendant qu’elle commençait à s’habiller en silence. Un jour la discussion fut plus violente que d’habitude et j’en vins à la traiter de pute. María en resta muette et paralysée. Ensuite, lentement, en silence, elle alla s’habiller derrière le paravent des modèles ; et quand je me précipitai, après avoir lutté entre ma colère et mes regrets, pour lui demander pardon, je vis que son visage était trempé de larmes. Ne sachant que faire, je l’embrassai tendrement sur les yeux, lui demandai piteusement pardon, pleurai avec elle, m’accusai d’être un monstre cruel, injuste et vindicatif. Et pendant que je le faisais, tandis que je remarquais encore quelques marques du chagrin sur son visage, elle se calma et commença à sourire avec bonheur. Alors il me sembla peu naturel qu’elle ne soit déjà plus triste : elle pouvait s’être calmée, mais c’était extrêmement suspect qu’elle s’abandonne à la joie après que je l’ai insultée de cette manière, et il me parut que, si toute femme devait se sentir humiliée par un tel qualificatif, jusqu’aux prostituées elles-mêmes, aucune femme ne pouvait cependant redevenir joyeuse aussi vite, à moins que ce qualificatif ne soit vrai d’une certaine manière. Des scènes semblables se répétaient presque tous les jours. Parfois elles se terminaient par un calme relatif et nous sortions marcher sur la place de France comme deux adolescents amoureux. Mais ces moments de tendresse se firent de plus en plus rares et courts, comme des moments de soleil instables dans un ciel de plus en plus tempétueux et sombre. Mes doutes et mes interrogations enveloppaient tout, comme une liane enroulée autour des arbres d’un parc, les étouffant comme dans un tableau monstrueux. |
Ernesto Sábato, El Túnel, 1948
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